“Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer”. (1ª. Corintios 8,2)
Desde la más tierna infancia aprendimos el significado de nuestros hermosos y queridos emblemas patrios, a partir de una perspectiva meramente secular o “profana”. Hoy, cuando hemos crecido no solo física, sino también espiritualmente, tenemos otra visión respecto de los mismos.
Vamos a intentar una interpretación de este tema, a la luz del cristianismo. Comencemos por la bandera. Nuestro tricolor nacional luce en primer término el amarillo, color del oro y símbolo de la fe que es como el oro puro y refinado. Este amarillo, en ese mismo sentido litúrgico, lo encontramos en la bandera pontificia o papal. Es que nuestra nación profesa una gran fe en Dios y en su futuro.
El azul significa el azul del cielo. “La esperanza bienaventurada” de quienes esperamos un día no muy lejano, vivir allí eternamente con Jesús y todos los redimidos en un lugar de paz y felicidad perpetua. Podemos decir como dice san Pablo en Filipenses 3:20 “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, en donde también esperamos al Salvador el Señor Jesucristo”.
El rojo significa la sangre preciosa derramada por Jesús en la cruz del calvario para remisión o perdón de los pecados de toda la humanidad. Sí, Simón Bolívar nos dio la libertad política y nos redimió del yugo de la dominación española, Cristo nos dio primero 20 siglos atrás, la libertad espiritual y nos redimió del yugo y de la esclavitud del pecado, más terrible y más tiránica y opresiva que cualquier dominación humana.
Pasemos ahora a nuestro Himno. Se dice que es, después de la “Marsellesa”, el segundo himno más hermoso del mundo. Yo diría que es el primero. Porque él, más que una tonada cívica, es ante todo y sobre todo, un himno espiritual o religioso. Para no hacerme exhaustivo, reparemos solamente en esa bella estrofa de profundo contenido místico teológico que dice: “La humanidad entera que entre cadenas gime, comprende las palabras del que murió en la Cruz.” Estimo o considero por esta razón, que las marciales y sublimes notas de nuestro precioso Himno, que se entonan solo para presidir eventos deportivos en los estadios, se entronicen más bien en las iglesias, como cántico espiritual obligatorio para presidir toda clase de ceremonia religiosa.
Finalmente, el escudo. Nos referiremos solamente al cóndor, un ave que, por la magnificencia y elegancia de su vuelo, se parece o se asemeja mucho al águila. Pero no al águila imperial romana que portaban olímpicamente en sus estandartes las altivas legiones del César, ni tampoco el águila germánica de los impetuosos alemanes en su loco afán por conquistar el mundo.
Nuestro cóndor andino se asemeja heráldicamente más bien al águila azteca, símbolo del Espíritu, emblema de un pueblo que, como el mexicano, llevó al gran pensador José Vasconcelos a elogiar tanto el lema que lo identifica: “Por mi raza hablará el espíritu”.
(Como un homenaje a nuestra sufrida y querida Patria colombiana, en sus grandes efemérides del 20 de julio)
Escrito por el hermano JOSE L. ANGULO MENCO, filosofo, escritor, especialista en Ciencias Religiosas y Sagradas Escrituras y docente universitario.
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