El día que sobreviví al coronavirus

Por: Javier Ahumada Bolívar

La vecina se molestó porque no la saludé con la efusividad de siempre.  Llegaba de la capital, zona donde está el mayor número de contagiados. –Hola veci-, le dije detrás de la reja de la puerta, tenía toda la intención de cruzar el umbral para  darle un beso y un abrazo, después de  varios días fuera de la ciudad. No logró contestarme, jadeaba por subir cuatro pisos. Cuando le faltaba un escalón para alcanzar  el pasillo  comenzó a toser. Y como en un pelotón de fusilamiento, después de la orden de disparen, salieron ráfagas imperceptibles de salivas.  Ahí se prendieron mis alarmas, como si me hubieran colocado un freno de emergencia me detuve. ¿Será que trajo el virus? pensé, y cerré la puerta so pretexto que se podía salir el perro, éste si movía la cola, alegre de ver a la veci.

Fue una reacción involuntaria, de supervivencia sabes. Por mi  mente intoxicada  pasaron las imágenes recién vista de la película “Virus”. Recordé  de todo lo que había escuchado y visto, de ese asedio morboso de información y desinformación  de aquí y de allá y de las advertencias de mí cuñada la médica: No salgan, no reciban visitas, no se acerquen a la gente, eviten las aglomeraciones, usen tapabocas que esto apenas comienza.    

Ahora todo el mundo es sospechoso de ser portador. El que se ve normal es que tiene la enfermedad y no sabe, y el que tiene algún síntoma como  gripa  ni se diga: a metro con él, que digo a más de dos, según las recomendaciones. ¡Que locura! Y no salgo a la calle ¡ah!,  cuando lo hago, siempre en contra de mi voluntad y después  de pensarlo mucho, me cubro mil veces con la sangre de Cristo, de alcohol que mi hijo rocía sobre el cuerpo y de gel antibacterial que me aplica mi esposa. Por si acaso me coloco camisa manga larga,  guantes quirúrgicos y me amarro un pañuelo porque tapabocas no hay, están agotados. Casi camuflado para que no me descubra el Covid, bajo a hurtadillas los tres pisos que en realidad son cuatro,  sin tocar las barandas. En el carro cargo alcohol que aplico al timón, a la barra de los cambios y el tablero, le pido de nuevo a Jesús que me cubra con su sangre.

La salida es para ir a buscar alimentos, unas cuantas cosas para el fin de semana. Cuando llego a mi destino, una fila interminable para entrar. Salen cinco y entran cinco, dice el vigilante con tapabocas y una gorra que casi no le deja ver los ojos.  –Esa fila no la hago ni que estén repartiendo plata y salgo casi huyendo del sitio a buscar otro  supermercado donde no esté la restricción. ¿Cuál?  Era un día antes de comenzar la cuarentena, que entre otras cosas, para mi alivio solo duraría 19 días. Todos quieren aprovisionarse como si el resto de la vida la fueran a pasar confinados en sus casas cagando, porque lo que más sobresalía en los carritos, era papel higiénico. -Cuál es el miedo a limpiarse el trasero  con agua y jabón. Egoístas- pienso.

Después de recorrer infructuosamente  varios centros comerciales;  ¡me tocó ir a la tienda!

El dependiente es un hombre gordo blanco con cara de niño, de acento santandereano que está atrincherado detrás de un   mostrador  de vidrio  repleto con artículos pequeños y algunos mecatos.  A su espalda hay  una larga estantería donde exhibe más mercancía,  al lado izquierdo dos teléfonos, para los domicilios, y una estatua alumbrada con un bombillito eléctrico de color rojo, es la  virgen María, me imagino, porque tiene un niño en su regazo.

¿Tienes carne cacha?  Le pregunto ilusionado, -molida nada más vecino- responde y me mira sorprendido por la  vestimenta.  “Y esto apenas comienza” es la frase que atraviesa como una daga  mi mente, mientras le hago el pedido al tendero sin guantes y sin tapabocas. Lo observó empacar los artículos en dos bolsas plásticas  como desapercibido de lo que está sucediendo en el mundo con la pandemia. Le pido la cuenta con la ilusión de un valor pleno y no tenga que darme vueltos, te recuerdo está sin guantes,  no quiero que en sus billetes o monedas venga encubierto el enemigo.   -Tome vecino, sus vueltas- estaba que se los dejaba, pero hacen falta.

Me subo al carro,  destapo el frasco de alcohol y empapo los guantes quirúrgicos, veo que ahora están amarillentos,  le aplico a las bolsas donde viene la compra y a las llaves. Me estoy quedando sin plata, pienso- mientras enciendo el  carro  para por fin llegar a  casa.

Cómo será para  aquellos que no tienen salarios fijos, que viven del rebusque, del día a día, cómo harán cuando la ciudad quede sola, o de aquellos asalariados que los manden a sus casa porque no hay que producir, o de los independientes, como yo, que vivo de la venta de  publicidad del periódico cristiano. A quién le vendo si las iglesias, mi nicho de mercado, están cerradas ahora las predicas son online, así como muchos querían para no tener que llevar el diezmo.   El  gobierno ha tomado medidas que no me incluyen, dice que a los estratos más bajos, a la población vulnerable les va a devolver lo del IVA, o adelantar los recursos de Familias en Acción, sus programas sociales, bueno si es que esos recursos le llegan a la gente porque en este país se lo roban todo, hasta la alimentación de los niños pobres.  Estoy como en un limbo, advertí,  porque no puedo acceder a esos programas ni a otros si es que los hay,  soy un hombre o mejor somos una familia que vive en el norte de la ciudad en un edificio estrato tres estrangulados  por  deudas, lo que gano en el mes, porque mi esposa está desempleada,  ya se debe y aún nos queda… por pagar claro. Pero soy un resiliente, palabra de moda, y que significa  la capacidad de los seres humanos para superarse en  las situaciones adversas. Así lo aprendí de mi esposa que es psicóloga. ¡Tú eres un resiliente!  Todo esto lo vamos a superar, agarrados de la mano de Dios, todo lo podemos, me consuelo. 

De repente estoy frente a la entrada del edificio, parqueo en medio de una jardinera y un carro rojo. Comienzo entonces mi acceso triunfal, solo me espera cuatro pisos para llegar y confinarme. El portero con diligencia abre la puerta y entro, -que más profe. Me saluda  campante, con una sonrisa que no le deja ver los dientes. Todo bien -le disimulo, sin parar. Ando de prisa como perseguido. Se me viene a  la memoria aquellos tiempos cuando cerrábamos la puerta con una tranca atravesada y ollas encima que anunciaban visitas furtivas en las noches,  o de cuando andaba en la subversión, más exactamente en el M19,  sentía que me perseguían, sobre todo después que nos capturaron a Alirio, a el flaco y a mí, el capitán del ejército nos dejó en libertad después de una sentencia: -Se van pero uno de mis hombres siempre  los estará vigilando, fue algo paranoico. O cuando destruyeron, con una bomba de mediano poder, las instalaciones de la Fundación José Castillo, mi hermano, asesinado vilmente por un comando de la Autodefensas Unidas de Colombia;  en las noches  sentía el caliente de los proyectiles que atravesaba mi cuerpo, veía  a mis hermanos organizando otro sepelio en la familia. O la primera cita de amor juvenil, que llegué una hora después derretido y frio. Estas y otras  crisis de miedo y tristeza el tiempo las fue diluyendo, eso me daba fortaleza.

Cuando voy subiendo para alcanzar el pasillo, donde se encuentran los apartamentos 302 y 303, diviso a la vecina que viene con un recipiente pequeño lleno de agua, para regar las plantas que emergen de las poteras, me clava una mirada de venganza, se devuelve y cierra la puerta sin cerrar la reja.

Ya adentro  me sentí liviano, como cuando uno descarga todo  el peso de mala  conciencia. Estaban mi esposa e hijo  esperándome con el  mismo ritual: rociarme alcohol de la coronilla de la cabeza hasta los pies. Luego a los zapatos y para el baño.

En la noche frente al televisor, con avidez devoraba  toda la información regional, de Colombia y el mundo, cuando se iban a comerciales cambiaba  de canal para no perder un instante de   las noticias que daban cuenta de la expansión del virus por todos los rincones del mundo,  de los  muertos en China, España, Italia, Francia, que llegó a tal país, que la alocución del presidente, en fin. Con ese desasosiego me fui a la cama casi a la media noche. Oré y coloqué en manos de Dios  este día que ya pasó. Mi esposa en la cama yacía profunda, desparramada, a pesar del ruido que ocasiona  el ímpetu de la brisa de marzo contra las ventanas para entrar a través de las rendijas, la vi con ternura paternal,   le di un beso en la frente y apagué la luz.

 Mientras me dormía empecé a  organizar las sensaciones, a luchar cara a cara contra el miedo a restregarle  que muchas veces lo había vencido, que si quería se las enumeraba.  En esas andaba cuando sentí que por mis pies subía lentamente una lava encendida que pasó derecho por todo mi cuerpo, se detuvo un momento en la garganta para colocar un par de  alfileres y se estacionó en la cabeza. El fogaje traspasó hasta  los huesos. Tengo fiebre, dolor de cabeza y de garganta que no me deja respirar. Sobre saltado concluí: Estoy infectado estos son los síntomas del Covid 19 el virus se apoderó de mí. No había que perder el tiempo. Tenía que  actuar lo más rápido posible.  Llamaba  a mi esposa y no respondía, a pesar de todos los intentos por mover los brazos o las piernas para despertarla mi cuerpo yacía inmóvil, estático como una estatua de hierro.   Después de muchos intentos logré arrastrar el cuerpo que calló lentamente a un espacio vacío y sin fin.

Flotaba cual hoja en cámara lenta. Sé que era yo pero etéreo sin angustia existencial. Cuando empiezo a disfrutar de este viaje y de una sensación de libertad, escucho la risa de alguien que conozco, es una risa implacable, -me conoces porque te he visitado muchas veces –dice. De nuevo me invade la emoción infinita de salir corriendo, de no enfrentar el pasado ni el futuro, de aplazar, de perder o de ganar.   Trato de sacar  fuerzas para  detenerme y  confrontar la voz. Total ya no tengo nada que perder. Ahora está frente a mí. Le clavo una mirada desafiante, y por primera vez no le huyo. De súbito comienzo a escuchar una trémula voz: Papi, papi, amor levántate ya son las siete. Era mi esposa que me sacaba del viaje onírico en que me encontraba.

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