La distancia social: lecciones de la pandemia de 1918

Por: Nancy K. Bristow- Historiadora y escritora

En 1918, una pandemia de gripe azotó al mundo entero, en distintas oleadas. En Estados Unidos, es probable que el brote se iniciara en los estados del medio oeste, y luego se expandiera por el resto de un país en guerra. Rápidamete, los soldados llevaron la enfermedad a Europa. Primero, se contagiaron los soldados europeos y más tarde todo el continente.

Sin embargo, la pandemia solo había comenzado. A finales de agosto de ese año, un segundo brote, mucho más letal, sacudió prácticamente de forma simultánea al litoral de Estados Unidos, Francia y Sierra Leona, y desde esos lugares se expandió por el mundo entero. A este segundo brote le siguió un tercero. Cuando el virus empezó a perder intensidad en 1920, había golpeado a unos 500 millones de personas y había matado entre 50 y 100 millones de personas. Estados Unidos registró unas 675.000 muertes.

Cuando en 1918 los científicos se enfrentaron a esta plaga, carecían de la tecnología necesaria que les permitiera ver el virus que lo causaba. Sin embargo, la revolución bacteriológica del siglo XIX proporcionó a las autoridades médicas y sanitarias de Estados Unidos la confianza suficiente para llegar a la conclusión de que se trataba de una enfermedad contagiosa.

En el ámbito nacional, el Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos fomentó campañas educativas e impulsó, cuando lo creyó necesario, medidas de control sobre la población. Era competencia de las autoridades de los estados, del condado y de los municipios tomar las decisiones sobre cómo gestionar la pandemia. Las elecciones que tomaron fueron determinantes.

Las autoridades sanitarias tenían a su disposición una serie de medios para gestionar esta crisis de salud pública. Comenzaron por formar a la población sobre hábitos básicos de higiene, como lavarse las manos y cubrirse la boca al toser y estornudar.

El servicio de salud pública imprimió millones de folletos con información sobre la enfermedad y recomendó una serie de medidas para evitar y tratar la enfermedad. La Cruz Roja de Estados Unidos publicó su propia circular en ocho idiomas diferentes. Muchas comunidades aprobaron leyes que prohibían a los ciudadanos escupir en la calle, así como compartir tazas en espacios públicos como aulas y estaciones de tren, una costumbre que todavía existía en la época.

Estas fueron las medidas fáciles de impulsar. Siguieron otras, como la que fomentó una mejor ventilación en los tranvías. Para evitar grandes concentraciones de personas, algunas ciudades impulsaron unos horarios escalonados de trabajo y en los comercios. Pero la gripe siguió golpeando con fuerza y se establecieron controles más estrictos. A menudo se prohibieron las reuniones públicas y se ordenó el cierre de todos los negocios y actividades, incluso bodas y funerales, excepto los más esenciales. Algunas ciudades intentaron exigir el uso de mascarillas. Otras, obligaron a los enfermos a hacer cuarentena. En algunas ciudades incluso se probaron vacunas nuevas que todavía estaban en fase experimental.

Los modelos de gestión de Filadelfia y Seattle

Sin embargo, la lección que nos resulta más útil surge de la comparación de la gestión de las ciudades de Filadelfia y Seattle. Filadelfia, a pesar de tener alguna advertencia de que la pandemia se avecinaba, prácticamente no se preparó. Aunque la vecina Boston estaba sitiada a finales de septiembre, Filadelfia mantuvo su actividad. El 28 de septiembre organizó un desfile para celebrar el lanzamiento del Cuarto Préstamo de la Libertad; una campaña de emisión de bonos para apoyar los gastos bélicos de Estados Unidos.

Tres días más tarde, la ciudad registró 635 nuevos casos de gripe, y la situación empeoró. Aunque entonces intentó impulsar medidas para frenar la pandemia, la ciudad quedó desbordada. Las instalaciones sanitarias, que ya estaban al límite debido a la guerra, quedaron sobrepasadas. Las morgues se desbordaron, no se pudo suministrar esa elevada cantidad de ataúdes y las autoridades tuvieron que recurrir a las fosas comunes. Filadelfia registró una de las tasas de mortalidad más altas del país.

En cambio, la gestión de Seattle fue completamente distinta. El 20 de septiembre, el responsable de salud, el doctor J.S McBride, reconoció que “no era improbable” que la gripe llegara a la ciudad y advirtió a la ciudadanía que, si esto pasaba, sería necesario aislar a los enfermos. Cuando los soldados del cercano Campamento Lewis contrajeron la gripe, el campamento fue puesto en cuarentena. El 4 de octubre, se supo que un gran número de estudiantes de la escuela naval de la Universidad de Washington había contraído la gripe. En dos días, la ciudad, a pesar de la gran oposición en contra de estas medidas, cerró las escuelas, prohibió los servicios religiosos y cerró muchos espectáculos públicos. Se prohibieron las aglomeraciones en los negocios que seguían abiertos.

En los días siguientes, se impulsaron otras medidas. Las autoridades decidieron transformar un hotel de la ciudad en un hospital de emergencia. Escupir en público pasó a ser un acto castigado con penas de cárcel y mal visto por la sociedad. Era obligatorio el uso de mascarillas, se redujeron las horas de apertura de los negocios, y se establecieron nuevas restricciones para aquellos negocios que seguían abiertos.

Aunque en un inicio McBride había previsto que la pandemia perdiera fuerza en menos de una semana, mantuvo las restricciones, incluso cuando la cifra de contagios comenzó a disminuir. Finalmente, el 11 de noviembre, la ciudad y el estado Washington anunciaron que los negocios podían reiniciar la actividad y que ya no era necesario el uso de mascarillas. La ciudad pronto tuvo que hacer frente a un nuevo brote de gripe. Una vez más Seattle actuó, esta vez poniendo en cuarentena a los enfermos. Como resultado de estas acciones, Seattle registró una de las tasas de mortalidad más bajas de la Costa Oeste, sustancialmente inferior a la de Filadelfia.

Obviamente, muchos se opusieron a las medidas impuestas por las autoridades estadounidenses durante la pandemia de gripe de 1918. Los líderes religiosos indicaron una y otra vez que, en el contexto de una pandemia, eran necesarios los servicios de culto para atender a las necesidades de sus feligreses.

Por otra parte, los propietarios de negocios también lucharon con uñas y dientes para poder permanecer abiertos. Los propietarios de teatros cuestionaron la legalidad de los cierres y fueron muchos los que se opusieron al cierre de las escuelas. En San Francisco incluso surgió una “liga antimascarillas”.

Las autoridades que no se doblegaron son las que obtuvieron mejores resultados. Estudios de académicos del Centro de la Historia de la Medicina de la Universidad de Michigan y de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades evidencian que la imposición “temprana, sostenida y estratificada” de intervenciones no farmacológicas como el distanciamiento social funcionó en 1918, ralentizando el ritmo de la pandemia y reduciendo las tasas de mortalidad.

Y Seattle y Filadelfia ofrecen una dura lección: la imposición de medidas de confinamiento, así como la obligatoriedad de las mascarillas y la cuarentena de las personas contagiadas, tanto enfermas como asintomáticas, salva vidas. Pueden hacerlo de nuevo, si encontramos el valor y los recursos para mantenerlas.

Nancy K. Bristow es profesora de Historia en la Universidad de Puget Sound y es la autora de American Pandemic: The Lost Worlds of the 1918 Influenza Epidemic and Steeped in the Blood of Racism [La pandemia estadounidense: Los mundos perdidos de la epidemia de gripe de 1918 y Empapados en la sangre del racismo (publicado en julio de 2020).

Tomado de eldiario.es Traducido por Emma Reverter

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