La buena tierra y la buena semilla (Parábola del Sembrador)

Escena campestre con un sembrador esparciendo semillas sobre diferentes tipos de terreno bajo un cielo sereno, ilustrando la parábola bíblica.
La buena semilla cae en tierra fértil

“Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo: He aquí, el sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó. Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron. Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír, oiga.” (Mateo 13:3-9).

La parábola del sembrador es susceptible de una aplicación muy amplia. Constantemente se está cumpliendo a nuestra vista, pues describe lo que acontece por lo común en todas las congregaciones.
He aquí las principales verdades que nos enseña:

1. Que la tarea del predicador es análoga a la del sembrador. A semejanza del sembrador, el ministro del evangelio debe sembrar buena semilla si desea cosechar frutos; debe sembrar la pura palabra de Dios, y no las tradiciones de la iglesia, o las doctrinas humanas. De lo contrario, por mucho que diga o mucho que haga, sus trabajos serán estériles.
A semejanza del sembrador, el ministro debe ser diligente, es decir, no ha de ahorrar esfuerzos de ninguna clase ni desperdiciar ningún medio lícito para promover el progreso de su causa. Es preciso que siembre en diversos lugares y siempre con esperanza, y que no se intimide ante ninguna dificultad, ante ningún obstáculo. “El que al viento mira”, dice la Escritura, “nunca sembrará.” Cierto es que el buen éxito no depende del todo de su diligencia y esfuerzos, mas sin diligencia y sin esfuerzos, rara vez se logra éxito alguno.
El ministro, como el sembrador, es incapaz de dar vida. Puede esparcir la semilla, pero no puede hacerla germinar con el poder de su palabra. Infundir el principio vivificante es una prerrogativa que pertenece exclusivamente a Dios. “El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida.” (Juan 6:63). Y Dios, nuestro Padre eterno, es quien da el crecimiento. (1 Corintios 3:7).

2. Que de varios modos puede oírse la palabra de Dios sin recibir provecho alguno. Algunos oyen predicar con descuido, desatención e indiferencia. Aunque se les presente el hecho sublime de la pasión y muerte del Redentor, lo oyen todo con la mayor frialdad, como asunto que carece para ellos de interés. Las palabras penetran con rapidez en sus oídos, mas el diablo parece arrebatarlas, y regresan al hogar como si no hubieran oído sermón alguno. Por desgracia, los oyentes de esa clase son muy numerosos. De ellos puede decirse como de los ídolos: “Tienen boca, y no hablan; tienen ojos, y no ven; tienen orejas, y no oyen” (Salmo 135:16-17a).
Otros oyen predicar con verdadero placer, mas la impresión que en sus pechos hace la palabra es de corta duración. Sus corazones, a semejanza del terreno pedregoso, producen tal vez una cosecha copiosa de deseos vehementes y nobles resoluciones; mas ni unos ni otras tienen sus raíces en lo más profundo del alma, y se marchitan tan luego como sobre ellos sopla el huracán de la persecución o de tentaciones. Esa clase de oyentes también es muy numerosa.
Otros oyen predicar y aprueban todo lo que el orador sagrado dice, mas no reciben provecho alguno, a causa de hallarse engolfados en los cuidados del mundo. Quizá les agrade el evangelio y deseen obedecerlo, mas no lo dejan producir fruto, porque otras cosas atraen sus afectos e insensiblemente les llenan el corazón. Conocen bien la verdad y tienen la esperanza de ser algún día cristianos decididos, mas nunca llegan al punto de abandonarlo todo por amor de Cristo. No se resuelven a buscar primeramente el Reino de Dios, y así es que mueren en sus pecados.

3. Que solo hay un hecho que pruebe que se ha oído la palabra con provecho. Ese hecho es dar fruto.
Fruto decimos con referencia al del Espíritu Santo. El arrepentimiento delante de Dios, la fe hacia nuestro Señor Jesucristo, la santidad de vida, el hábito de orar, el amor, la humildad, el dominio propio: eso es lo que prueba que la semilla de la palabra de Dios está produciendo efecto en nuestros corazones. Si no tenemos esos frutos, nuestra religión es vana, por mucho que sea lo que profesamos, creemos y hacemos.
El punto a que nos acabamos de referir es el más importante de la parábola. Jamás debemos conformarnos con la ortodoxia estéril o con la fría profesión de verdaderos principios teológicos. Preciso es que cuidemos de que el evangelio que hemos abrazado produzca abundantes frutos en el curso de nuestras vidas. En esto consiste la verdadera religión. Con frecuencia debiéramos repetir las siguientes palabras: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22). Para llegar al cielo se necesita algo más que concurrir a la iglesia con regularidad todos los domingos y oír con atención los sermones. Menester es que recibamos en nuestros corazones la palabra de Dios y la hagamos la potencia motriz de nuestra conducta; menester es que esa palabra nos transforme interiormente y se manifieste en nuestros actos externos.

Escrito por el hermano JOSE L. ANGULO MENCO, filosofo, escritor, especialista en Ciencias Religiosas y Sagradas Escrituras y docente universitario.

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