LA PALABRA QUE NOS HA SIDO REVELADA
Dios ha querido hablarnos en palabras rigurosamente humanas, dichas por hombres: “per prophetas”. Por tanto, en un lenguaje concreto: hebreo y griego; por hombres concretos: Jeremías y Pablo. En las palabras hebreas o griegas de estos autores me está hablando Dios.
¿Cómo es esto posible? Habla Jeremías, con toda su alma, y está hablando Dios; habla San Pablo con toda su pasión, y está hablando Dios. Algo misterioso tiene que acaecer en Pablo y en Jeremías para que, hablando ellos, hable por ellos Dios. Efectivamente, se realiza una acción misteriosa, que encontramos formulada en la segunda carta de Pedro: “Ante todo tened presente que ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios, movidos por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1,20-21).
Como una barca que empuja el viento, y traza la estela de su viaje, así los autores bíblicos iban hablando, en nombre de Dios, por la acción del Espíritu. A esta acción del Espíritu la llamamos “inspiración”, y es acción del Espíritu en orden a la palabra.
El resultado de dicha acción nos lo dice la segunda carta a Timoteo 3:16: “Todo escrito inspirado por Dios sirve para enseñar, reprender y educar en la rectitud”. La Escritura proviene de un soplo divino, de una acción del Espíritu.
Estos son los dos pasajes clásicos donde se formula el hecho de la inspiración bíblica. Con ellos cerramos un círculo, y empalmamos el contexto del Logos con el contexto del Espíritu o Pneuma. Dios se revela, Dios se revela en palabras, Dios se revela en palabras humanas y de hombres; para ello el Espíritu mueve y dirige el hablar de dichos hombres. “Locutus est per prophetas”.
En el carisma de la inspiración, la actividad del Espíritu se especializa en lenguaje: exposición, comunicación, conocimiento. Todo ello pertenece a la esfera del logos, que es conocimiento mental y su comunicación en palabras: pensar y decir. Comunicación y conocimiento son elementos de revelación.
La Carta a los Hebreos se abre con un comienzo solemne y macizo: “En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por un Hijo, al que nombró heredero de todo, lo mismo que por él había creado los mundos y las edades. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser; él sostiene el universo con la palabra potente de Dios, y después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de su majestad en las alturas, haciéndose tanto más poderoso valedor que los ángeles, cuanto más extraordinario es el título que ha heredado”.
En esta síntesis teológica solo nos falta una comunicación explícita de la revelación por la historia. Encontramos una referencia a Cristo como resplandor de su gloria e impronta de su ser. Estas palabras se refieren estrictamente a Cristo encarnado, pero en la encarnación entra esa participación de la divinidad como imagen sustancial, que es propia de la vida trinitaria. Escuchamos además que por él fue creado el universo, primera revelación de Dios hacia fuera. Antes de su venida histórica, preparando los días de la etapa final, hubo una revelación en muchas palabras, dichas por hombres profetas. En Cristo encarnado tenemos la revelación final y plena, que se realiza en su persona como “resplandor e imagen”, y en sus acciones “de purificar los pecados”, y en sus palabras, puesto que en él habla el Padre. Creación, escritura santa, redención en Cristo, todo está estrechamente unido, y todo es para nosotros manifestación divina.
Escrito por el hermano JOSE L. ANGULO MENCO, filosofo, escritor, especialista en Ciencias Religiosas y Sagradas Escrituras y docente universitario.
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