
En esta era de hiperconexión y velocidad, creer se ha vuelto un acto contracultural. Entre noticias desalentadoras, agendas cargadas, redes sociales saturadas y una creciente incertidumbre mundial, la fe muchas veces termina desplazada, diluida o simplemente silenciada por el ruido cotidiano.
Los síntomas no siempre se notan al principio. El primer indicio de una fe que mengua no es el rechazo frontal a Dios, sino el descuido sutil: dejar de orar con sinceridad, ver la Biblia como un deber más que como un manantial, normalizar la duda sin buscar respuestas, y vivir desde el esfuerzo humano antes que desde la confianza divina. Es una fe que no se apaga de golpe, sino que se va debilitando como una vela sin aceite.
El apóstol Pedro vivió esa tensión. Afirmó con pasión que nunca negaría al Señor, y horas después, lo negó tres veces por miedo y presión. No fue una falta de amor, sino una fe debilitada por las circunstancias. Lo mismo ocurre hoy con miles de creyentes: aman a Dios, pero su fe ya no está tan firme. Jóvenes que abandonan la iglesia porque creen que Dios no los entiende. Padres agobiados por la crisis económica que dudan si la oración sigue funcionando. Líderes que sirven cada domingo, pero en silencio cargan con preguntas sin resolver.
Y sin embargo, aún en esos escenarios, la fe puede renacer. Como Pedro, que tras su caída fue restaurado y encendido otra vez. O como el padre del joven endemoniado en Marcos 9, que clamó: “Creo, pero ayuda mi incredulidad.” Esa es la oración valiente de esta generación.
Porque tener fe en tiempos modernos no significa no tener preguntas, sino no soltar a Dios en medio de ellas. Es vivir con los pies en el presente, pero el corazón en lo eterno. Es resistir el cinismo con esperanza y declarar que, aunque el mundo cambie, Dios no.
Hoy más que nunca necesitamos una fe que arda. Que se alimente con la Palabra, se fortalezca en comunidad, se exprese en acciones concretas y se afirme en medio de las dudas. Una fe que no se esconde, sino que brilla con humildad y firmeza.
Como dijo Jesús: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Lucas 18:8). Que nuestra respuesta sea un sí ardiente y constante.
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