En medio del bullicio de la vida moderna, un eco persistente resuena en las paredes de nuestras instituciones religiosas: seguimos encerrados en un ciclo vicioso de estructura sobre servicio. Esta reflexión, que debería despertar conciencias, se diluye entre debates teológicos y agendas llenas de actividades que, aunque bien intencionadas, a menudo carecen del verdadero impacto transformador que la fe debería tener en nuestras vidas y comunidades.
Es hora de confrontar una verdad incómoda, que se ha arraigado en el corazón de muchos cristianos: seguir movimientos, por más que parezcan estar fundamentados en la Biblia, es una trampa que nos aleja del verdadero camino trazado por Jesús. Nos hemos extraviado en un laberinto de doctrinas y prácticas, convencidos de que estamos avanzando hacia la verdad, cuando en realidad estamos perdidos en el sinsentido de nuestras propias invenciones.
El único movimiento legítimo que existió fue el que dejó Jesús en su paso por la tierra. Él no nos llamó a seguir los dictámenes de líderes carismáticos o las tendencias teológicas del momento. Nos llamó a seguirlo a él, a emular su ejemplo de amor, compasión y servicio desinteresado.
¿Cuántos de nosotros nos hemos dejado seducir por las promesas vacías de los movimientos religiosos modernos? Cuántos hemos caído en la trampa de creer que la verdadera fe se mide por la cantidad de actividades religiosas en las que participamos o por nuestra adhesión a determinadas doctrinas, mientras olvidamos el mandato fundamental de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Convencidos de poseer la razón absoluta, cerramos filas en nuestras trincheras doctrinales, olvidando que en la diversidad de creencias podría yacer la semilla de la comprensión y la unidad.
La teología, esa herramienta que debería iluminar nuestro camino hacia una fe más profunda y auténtica, se convierte en un arma de doble filo cuando se usa para justificar nuestras propias perspectivas limitadas. Nos sumergimos en discusiones eruditas, mientras la esencia del mensaje de Jesús, el llamado a amar y servir a los demás, se pierde en el laberinto de nuestras propias interpretaciones.
Es hora de un despertar entre los cristianos, un retorno a la esencia misma de nuestra fe. Jesús nos llamó a seguirlo no como seguidores de movimientos o defensores de teologías particulares, sino como portadores de su amor y su mensaje de redención. La identidad cristiana no debería estar definida por nuestras afiliaciones denominacionales o nuestras posturas teológicas, sino por nuestra capacidad para encarnar los valores de compasión, justicia y servicio que Jesús enseñó con su vida.
Nuestros congresos, eventos, talleres y capacitaciones, aunque pocos valiosos en su propia medida, no deben convertirse en un fin en sí mismos. Si estamos llenos de actividades, pero vacíos de un verdadero compromiso con el servicio desinteresado y la búsqueda de la justicia, entonces hemos perdido el rumbo de nuestra fe.
En última instancia, la verdadera medida de nuestra fe no se encuentra en la cantidad de conocimiento teológico que acumulamos o en la cantidad de actividades religiosas en las que participamos, sino en la forma en que vivimos nuestras vidas como seguidores de Cristo. Es hora de romper las barreras de la división, dejar de lado nuestras agendas personales y abrazar el llamado universal a amar y servir a nuestros semejantes con humildad y compasión. Solo entonces podremos encontrar la verdadera plenitud y significado en nuestra fe.
Escrito por: Joel David Serrano Márquez Administrador de Empresas. Teólogo Bíblico Ministerial. Especialista en Gerencia de Producción y Operaciones Logísticas. Maestrante en Inteligencia de Negocios.
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